jueves, 20 de junio de 2013

Érase una vez... ¡Dientes, dientes!

En el Reino de Empaña, existía un opaco agujero negro llamado 14Z que, a pesar de la mirada del Gran Hermano tributario, controlador de más de 40 millones de contribuyentes (entre personas físicas y jurídicas), campaba a sus anchas envidiado y vitoreado por millones de incautos números carentes de importantes y numerosos ceros a la izquierda en sus documentos y, a la derecha, en sus presupuestos.

14Z conoció al hombre de las manos largas, excelente jugador del balón con las manos. Se enamoraron, se casaron, comieron perdices y vivieron de vicio. Pronto, su unión en gananciales pasó a ser conocida como la pareja Kent-Barbie.

El patrimonio del matrimonio se incrementó con rapidez. Llegaron hijos y pisos por doquier, disfrutando su cénit el día en que conquistaron por 5,8 millones de euros más IVA, reformas aparte, su palacete de ensueño. Una conquista que, años después, no pudieron explicar ni justificar, comenzando su declive hacia el ocaso. Ocurrió en los tiempos convulsos del reino, donde la carestía se abría paso a medida que el descerebrado cinturón del ajuste, guiado por Monseñor Toro, mentiroso e implacable, al que todos conocían como "el Montgomery Burns de Empaña", apretaba, agujero a agujero, el otrora feliz estado del bienestar.


El risueño Montgomery Burns empañó su gran ojo al conceder al requeteconocido y privilegiado enlace Kent-Barbie un posible trato de favor. La duda más que razonable de semejante e intolerable actuación brotó y creció con rapidez, como consecuencia de unas explicaciones excluyentes entre sí y utópicas desde el punto de vista del inspector implacable que siempre pareció ser el sistema informático tributario que existía en este reino de los ciegos, donde el tuerto era el rey. El hecho de que la niña del ojo del Gran Hermano tributario inquisitorial pudiera hacer su vista gorda provocó que la ciega mayoría comenzara a abrir los ojos ante la gran duda de si se trataba de un error o todo respondía a un intolerable comportamiento deliberado. Se desperezó su pereza.

¿Hacienda somos todos?, bostezaban los nuevos videntes. Parecía que no, pues se obviaban los indicios de incumplimiento fiscal cuando estos indicios se encontraban en números de identificación fiscal plagados de ceros a la izquierda; privilegiados ellos.

Esta ceremonia de la confusión permitió a los súbditos pensar súbitamente en sugerir cambiar el nombre del reino por el del descubridor de un nuevo mundo, siglos antes. Se trataba del apellido del hombre del huevo, tocayo de Monseñor Toro, que coincidía letra a letra con una de las más famosas marcas de detergente; nomenclatura excelente para convertirse en la más acertada y prestigiosa marca capaz de transmitir la imagen que el reino de empaña trasladaba al exterior: "Lave su dinero negro, venga al Reino de Colón".

Y es que, en el país donde residían el mayor número de aforados del mundo, viejos elefantes campaban a sus anchas. Buena culpa de ello la tenía su famoso exterminador, desde que pasó del orgullo y la satisfacción, a las disculpas con gesto compungido. Todo un reflejo de lo ocurrido en su dulce reino, sabor bombón: de la apoteosis a la crisis. Pronto el cementerio de elefantes se cerró y el cuento se acabó.


 
 

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